Odio odiar

El odio es una enfermedad que se transmite con una facilidad asombrosa, un virus terriblemente voraz con el que el populismo devora cualquier argumento racional; una bacteria que convierte las ideologías en religión.

La sociedad española, especialmente la catalana, pero también la navarra, sienten ya los síntomas de una política que no sólo razona con las tripas, sino que alimenta la rabia y el fanatismo ante su incapacidad por construir una posición política sólida y solvente. Es mucho más fácil echar leña al fuego del odio, que generar ilusión y optimismo. Es más sencillo y poderoso enseñar a odiar al enemigo político que generar adhesiones y entusiasmo alrededor de propuestas solventes.

Esa tendencia, obviamente, encuentra campo abonado en una situación de crisis como la que vivimos en la que muchísimas personas han perdido sus empleos o han precarizado su día a día y sienten que la política es incapaz en muchas ocasiones de solucionar sus problemas.

El historiador japonés Seizaburo Sato añadía un ingrediente más a este caldo de cultivo populista, que estudiaba como una constante que aparece y desaparece a lo largo de la historia: una suerte de crisis personal, fruto del impacto de la recesión en el proceso occidental de hipertrofiar las identidades individuales. Sin arraigo, ni sentido de pertenencia a una comunidad de valores previa que les es extraña, la de sus padres y abuelos, los individuos encuentran alivio en una colectividad que además identifica maniqueamente a los culpables de su dura situación y los declara sus enemigos.

Hay otros factores propios de nuestra actualidad que alimentan esta realidad. Somos la sociedad más informada de la historia. Nunca fue tan sencillo, barato e instantáneo el acceso a la información, bien sea a través de los medios de comunicación tradicionales, como a través de los nuevos medios de internet, redes sociales e incluso whatsapp. Sin embargo, los avances tecnológicos y el conocimiento sobre nuestros gustos, tendencias e incluso creencias que “regalamos” (muchas veces sin saberlo) a los gigantes de internet, permiten que la información que recibimos sea previamente filtrada y segmentada. Son las famosas cookies que todos descartamos al entrar en una web.

Es decir, nos facilitan leer las noticias que nos interesan y con el enfoque que nos agrada, seguimos en redes sociales a las personas que piensan como nosotros y lógicamente participamos en grupos de Whatsapp con gente de nuestro círculo. Tenemos el mundo a nuestro alcance, pero vivimos en una burbuja, como afirma Eli Pariser.

Esta realidad nos lleva a creer que todo el mundo piensa como nosotros, que la realidad es unívoca y la verdad política absoluta, y sirve por lo tanto para extremar ideológicamente a quien no comparte nuestras posiciones.

Para los navarros, el odio en política no es nada nuevo. Sufrimos la presión del nacionalismo radical (todos lo son) desde hace décadas.

En este sentido, el nacionalismo es quizás la forma más antigua de populismo. Benedict Anderson sostenía que los nacionalismos no son una ideología, sino “comunidades inventadas, capaces de generar adhesiones inquebrantables y acríticas” y, al igual que los populismos de izquierdas y de derechas, son capaces de generar en una persona un sentido de pertenencia a una comunidad enfrentada a un enemigo común. Por tanto, se trata de una posición excluyente por naturaleza. Ellos deciden quiénes forman el verdadero pueblo vasco o catalán, igual que el populismo diferencia quién es gente y quién casta. Para ser pueblo o gente, es ineludible identificar y marcar a quienes no lo son; se necesita irremediablemente un enemigo (españoles, casta, viejos…).

Frente a estas posiciones no cabe combatir el odio populista y nacionalista con más odio y más rabia y tensión. En ese terreno embarrado serán siempre insuperables. Sin embargo, la realidad es que a día de hoy, el ejercicio de la política ha derivado en muchas ocasiones en la obsesión por atacar y desprestigiar al rival.

El propio senador McCain (republicano y acérrimo enemigo del populismo de Trump) analizaba la política americana actual y defendía en julio de este mismo año que “yo mismo he dejado a veces que la pasión gobierne mi razón. No creo que ninguno se sienta orgulloso de nuestra incapacidad. Dedicarse a impedir que tus oponentes políticos cumplan sus metas, no es el trabajo más inspirador. La mayor satisfacción es respetar nuestras diferencias pero sin impedir los acuerdos”. Yo, y supongo que muchos, también he caído a veces en el ataque fácil y pasional, en la caricaturización y en la ridiculización del rival político más que en el debate profundo y calmado. Y no me siento orgulloso de ello. Odio odiar.

Es tiempo de ser capaces de mirar más allá de los próximos años, pensar en generaciones y no en legislaturas y contribuir en lo posible a reducir y acotar la rabia, sin permitir que los que durante años han intentado extender el odio, quienes viven de un proyecto político basado en la exclusión y la fractura social, triunfen.

El odio no se combate con odio, sino que sólo puede vencerse defendiendo con firmeza nuestros valores, pero sobre todo centrando los esfuerzos en acabar con las condiciones y la crisis que lo han facilitado y discutiendo con serenidad entre los que creemos en la ley, el futuro y la convivencia. El odio se combate generando ilusión y optimismo.